LA NATURALEZA Y EL HOMBRE
Las teorías naturalistas de la
nacionalidad son, pues, en su fondo radical erróneas; porque
desde el primer instante cometen el error de considerar la
nación como una cosa, como una cosa natural, cuya explicación,
por lo tanto, tendría que hallarse, a su vez, en cosas
naturales. Ahora bien, la nacionalidad no es cosa; ni menos cosa
natural. La nación está por encima de las realidades naturales
y de toda cosa concreta; porque la nación es creación
exclusivamente humana, con todos los caracteres típicos de lo
específicamente humano, es decir, de lo anti-natural.
El hombre, en efecto, si por un
lado pertenece a la naturaleza y participa de las cosas, a cuyas
leyes obedece, es, por otro lado, el único ser natural dotado de
la libertad; la cual consiste justamente en el poder de superar
la naturaleza. La libertad humana hace del hombre el ser capaz de
luchar contra la naturaleza y vencerla. La libertad humana
convierte al hombre en autor de su propia vida y en responsable
de ella -lo que jamás puede ser un ente meramente natural-.
Considerad la diferencia capital que existe entre el hombre y el
animal. No busquéis esa diferencia ni en la cuantía de los
órganos o facultades, ni en la diversidad de las formas
visibles. No la busquéis en ninguna comparación basada sobre
las dos realidades «naturales». Pero, en cambio, buscadla y la
encontraréis en la índole peculiar de las diferentes vidas que
el hombre y el animal viven. La vida del animal transcurre toda
ella constreñida por las leyes naturales que imperan sobre la
especie. En cada momento la vida del animal está íntegramente
predeterminada por la serie total de los antecedentes reales, por
el instinto, por la fisiología, la anatomía, la psicología de
la especie a que pertenece. Por eso dos animales de una misma
especie tienen vidas idénticas. El animal no se hace su propia
vida, sino que la recibe ya hecha, hasta en sus menores detalles;
y se limita a ejecutarla. Es como el comediante, que representa
un papel escrito, pensado y concebido por otro. Por eso el animal
no es responsable de su propio ser, de su propia vida; porque esa
«su» vida no es en puridad suya, sino de... Ia naturaleza.
El hombre, en cambio, porque es
libre, necesita hacerse a sí mismo su propia vida. La libertad
humana consiste justamente en eso: en que la vida del hombre no
viene de antemano hecha por las leyes de la naturaleza, sino que
es algo que el hombre mismo, al vivirla, tiene que hacer y
resolver en cada instante y con anticipación. Vivir es para el
animal hacer en cada momento lo que por ley natural tiene que
hacer. Vivir, en cambio, es para el hombre resolver en
cada momento lo que va a hacer en el momento siguiente. Al animal
no le compete, como viviente, sino ejecutar la melodía ya
pre-escrita de su vida. El hombre, en cambio, tiene que pensar
primero lo que quiere que su vida sea; tiene que decidir luego
serlo; y, por último, tiene que ejecutar esas sus propias
resoluciones y previos pensamientos. Por eso el animal, que no es
libre, hállase totalmente subsumido en el concepto de
naturaleza; mientras que el hombre, libre, supera en sí mismo y
fuera de sí la naturaleza y se hace a sí mismo -se inventa, se
crea- su propia vida, que no puede en modo alguno contemplarse y
juzgarse con los conceptos sacados de la realidad natural. Así
la vida animal, como pura naturaleza, está sujeta a la
uniformidad en todos y cada uno de los individuos de cada
especie; en cambio la vida del hombre es estrictamente individual
y cada vida humana representa un valor infinito, precisamente
porque es singularísima y propia de una personalidad
irreductible. (Obsérvese en este punto que la consecuencia
inmediata del comunismo sería el uniformismo de las vidas
humanas, es decir, la animalización del hombre; consecuencia a
la que las premisas «naturalistas» del marxismo -como de
cualquier otra forma de naturalismo- conducen inevitablemente.
Por eso se ha dicho, con razón profunda, que luchar contra el
comunismo es tanto como luchar por la cultura y civilización
humanas.)
Así, el hombre es propiamente
hombre por lo que tiene de no-animal, esto es, de no-natural.
Para vivir humanamente, el hombre necesita pensar de antemano,
prever de antemano lo que «quiere ser», a fin de serlo en su
vida. Necesita dominar la naturaleza, dar realidad a algo que
naturalmente no la tiene, esforzarse por imaginar un tipo de
vida, un modo de ser, cuyo modelo no encuentra en ninguna parte,
en ningún lugar natural, sino sólo en lo más profundo de su
corazón. El hombre no tiene, pues, «naturaleza», sino que se
hace a sí mismo en la vida; es más, su vida consiste justamente
en ese «hacerse a sí mismo». Desde que nacemos hasta que
morimos, los humanos somos responsables de cada momento y de
todos los momentos de nuestra vida; y ese comodín que llaman
algunos «naturaleza humana», no es, en realidad, sino la base
sobre la cual ha de erguirse y encumbrarse la verdadera y
auténtica humanidad, la que consiste en superar cuanto de
meramente natural hay en nosotros.
Mas tan pronto como penetramos
en los ámbitos de la libertad, tropezamos con el espíritu, esto
es, con la capacidad infinita y la infinita diversidad de formas.
En efecto, decir que la vida humana no es animal, equivale a
decir que la vida humana no es uniforme, sino infinitamente
diversa. Esa diversidad se manifiesta justamente en la historia.
La historia es la continua producción por el hombre de formas y
modos de ser nuevos, imprevistos, que no pueden derivarse de
elementos naturales. La historia es -como la vida del hombre-
algo que ninguna ley de la naturaleza predetermina. El hombre la
hace libremente, al hacer su propia vida. Por eso, en la historia
humana encontramos un repertorio tan variado de formas o modos de
ser hombre -desde el faraón egipcio hasta el cortesano de Luis
XIV, desde el nómada árabe hasta el mandarín chino, desde el
filósofo griego hasta el conquistador español, desde el samurai
japonés hasta el labriego castellano-. Y aun le quedan a la
humanidad infinitas formas que discurrir y realizar -Dios sólo
las conoce.
La nación, la nacionalidad, es
también una de esas estructuras humanas, no naturales, hijas
legítimas de la libertad del hombre. La nación es una creación
del hombre. Por eso decíamos de ella que supera infinitamente
toda naturaleza, toda «cosa» natural, como la sangre, la raza,
el territorio, el idioma. La naturaleza, abandonada a sí misma,
produciría razas, quizá incluso organizaciones como las de los
castores o las de los hormigueros. Jamás empero, eso que
llamamos nación, patria, pueblo.
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